Qué increíble lo bien que se siente abrir el Word de nuevo y ponerse a escribir. Tal vez no me crean, pero tenía muchas ganas de volver con alguna entrada fantástica que los deleitara. Pero no vengo a lucirme, ni a escribir cosas filosóficas (Tal vez sí). Quisiera hablar de un par de casos, todos relacionados con la muerte, los valores y la decencia, que se han dado aquí en mi país.
Antes que nada, advierto que el título puede no tener mucho sentido con lo que van a leer, pero me gusta y me parece que le queda bien.
Hace unos días en el estado Portuguesa, Venezuela, salió a la luz un caso de violencia infantil con un pequeño de cinco años. Lo torturaron y abusaron de él sexualmente durante bastante tiempo, sin que ningún familiar se enterara. Actualmente los implicados están siendo juzgados, entre ellos está la madre, dos mujeres y un hombre. Sé que leer esto es desagradable y no quiero tocar las fibras sensibles de nadie, pero me gustaría partir desde acá, aunque muchos no entenderán porqué.
El día de mi cumpleaños, el tres de diciembre, se presentó un accidente de tránsito que conllevó a la muerte de un muchacho de la televisión y la hospitalización de otro. Eran compañeros en un programa. Iban por la carretera cuando el auto se volcó (No me pregunten detalles, no me atreví a leer nada concreto). Centenares de personas les pasaron por al lado, tomando fotografías... y ninguno se detuvo a ayudar.
Finalmente contaré la historia de una muchacha de nacionalidad desconocida que salió de casa para asistir a una fiesta y no regresó viva. Cito textualmente al reportero que tomó su declaración:
“Fui a la fiesta y me acordé de lo que me dijiste. Me pediste que no bebiera alcohol. Por eso bebí una Sprite. Sentí orgullo de mi misma, tal como me dijiste que sentiría. Me dijiste que no debería beber y conducir, al contrario de lo que algunos amigos me dijeron. Hice una elección saludable y tu consejo fue correcto, como todos los que me das siempre. Cuando la fiesta finalmente acabó, la gente empezó a conducir sin estar en condiciones de hacerlo. Fui hasta mi auto con la certeza de que volvería a casa en paz. Nunca me imaginé lo que me esperaba, mamá.
Ahora estoy tirada en la calle y oigo a un policía decir ‘El chico que provocó el accidente iba borracho’. Mamá, su voz parece tan distante. Mi sangre está derramada por todos lados y estoy intentado con todas mis fuerzas no llorar. Puedo oír a los médicos decir: ‘Esta chica va a morir’. Tengo la certeza de que el joven, que manejaba a toda velocidad, debió bebé y conducir. Y ahora tengo que morir. ¿Por qué las personas hacen esto, mamá? Sabiendo que van a arruinar muchas vidas. El dolor me está cortando como un centenar de cuchillos afilados. Dile a mi hermana que no llore; dile a papá que sea fuerte. Y, cuando vaya al cielo, estaré velando por todos ustedes. Alguien debería enseñarle a aquel chico que está mal beber y conducir. Tal vez si sus padres se lo hubieran dicho yo ahora no estaría muriendo. Mi respiración se está debilitando, cada vez mas. Mamá, estos son mis últimos momentos y me siento tan desesperada.
Me gustaría que pudieras abrazarme, mamá, mientras estoy aquí tirada. Me gustaría poder decirte lo mucho que te quiero. Por eso…Te quiero. Adiós.”
No puedo afirmar que esto sea cierto o desmentirlo. Aparentemente un hombre que presenció el accidente escuchó a la muchacha susurrar estas palabras minutos antes de fallecer y decidió anotarlas. Pero no voy a discutir sobre la veracidad de estas, ni las posibilidades que hay en que alguien moribundo sea capaz de decirlas. Razonemos un poquito.
Primero que nada, con esto nos damos cuenta de que todos los días pasa algo importante en la vida de otro, independientemente de si es malo o bueno, que nos es indiferente. A cualquier minuto del día hay una persona que nace, una que corre, una que estudia, una que juega, una que ríe. Por cada minuto del día hay personas que son violadas, asesinadas, ultrajadas. Hay personas que mueren. Suceden catástrofes y milagros.
Siempre buscamos satisfacer nuestras necesidades, superarnos, encontrar otras metas o deseos. Mientras que unos luchan, otros se rinden. Mientras unos ríen, otros lloran. Mientras unos nacen, otros mueren. Mientras nosotros vivimos creyendo ser infelices, hay otros que la pasan aún peor. Vivimos basando nuestras experiencias en el pasado, enlazándolas con el presente con miedo de construir un futuro.
Si nos fijamos en los relatos nos conseguimos con problemas que, aunque consideramos escalofriantes y tristes, ocurren casi a diario. Y no ocurren simplemente para cubrir las portadas de los periódicos. Niños que son sometidos por desquiciados, incidentes en las vías, personas inmorales. Pero lo más importante: ¿Cómo es posible que los errores de aquellos inhumanos e ignorantes pueden afectar la vida del inocente y prudente? Es asombroso como un miserable detalle puede cambiarlo todo.
Y es que, vamos, ¿Por qué nuestra vida debe depender de los demás? ¿Quién otorga este derecho? En el mundo han existido tiranos, dictadores, gobernantes y líderes que con su carisma han logrado imponerse ante la sociedad y fomentar el poco respeto que existe hoy en día hacia la vida humana. Nombrar alguno acarrearía discusiones innecesarias, por lo que no me molestaré en hacerlo. Mi punto no es ese.
Cada ser humano tiene derecho a trazar su camino y a recorrerlo como le plazca. Tiene la opción de elegir, de manipular su entorno como mejor le parezca para conseguir aquello que desea. Considero desalmado y desconsiderado que otro opten por jugar un papel importante sin autorización. Vuelvo y repito, ¿Quién tiene la autoridad suficiente como para declararse personaje de una obra anteriormente escrita? ¿Quién es aquel que reparte las velas del entierro? ¿Por qué hay quienes se creen inmunes a los deseos ajenos?
Lo más preocupante de todo el asunto no es el final de las historias, sino cómo actúan los que intervienen en ella. Si ser “humano” significa poseer un cuerpo, una mente y un alma… ¿Cómo es posible que la mayoría simplemente se sienta feliz alimentando una de estas partes? ¿Qué determina la capacidad que cada uno de nosotros tiene de sentirse contento con lo que hace a diario? ¿Cuántos se atreven a tender una mano a quien más lo necesita? ¿Cuántos se atreven a dejar el egoísmo atrás?
Podrá sonar algo deprimente que lo diga, pero en mi cabeza hay dos palabras que nos definen como personas: egoísmo y compasión. No creo en eso de que en el mundo hay personas desinteresadas, porque realmente en el fondo todos ansiamos la felicidad, una felicidad que suele construirse sobre la tristeza de los demás. La corrupción, la avaricia y el orgullo son aptitudes que florecen cual flor en primavera en nuestros corazones.
No obstante, pienso que como seres imperfectos esa parte oscura que habita en nuestro interior se contrarresta con la cabida que tenemos para el perdón, la consideración y el amor. Sonará complicado, retorcido, contradictorio e, inclus,o ilógico… pero no puedo encontrar otra explicación para lo que me rodea. Es lo que veo en los ojos de la gente. Lo que leo en los diarios, lo que escucho en la radio, lo que captan mis sentidos. Lo que me han enseñado, lo que practico.
No creo poder cambiar el mundo, ni darle una lección de vida a nadie. Tampoco quiero que piensen que soy una pesimista sin remedio, que me encanta señalar los defectos de la humanidad y se divierte con la vida de otros a la par que habla sobre sus desgracias. Pero considero que escribiendo esto, transmitiéndoles tres historias que demuestran lo injusta e irreversible que es la vida, estoy poniendo mi granito de arena para sembrar algo de consciencia en las cabezas de aquellos que, por casualidad, terminaron leyéndome.
Entendamos que experiencias como esta no solo traen dolor y pena, sino enseñanzas vitales como los de la reflexión y la recapacitación. Detrás de toda amargura, siempre habrá un rayito de esperanza.